CRÓNICA BELLRAYS

 Mi concierto (no tengo ni puta idea de por qué todo mundo cree que el concierto empieza cuando la vocalista pega el primer berrido) empezó por la mañana mientras buscaba crónicas de otros conciertos anteriores de Bellrays por España: una serie de datos eruditos sobre Tony Fate y las consecuencias en la música del grupo que él se marchara justo antes de la grabación de su anterior disco Hard sweet and Sticky, una que pena que los blogueros do mundo no podían dejar de analizar. En definitiva, escarbando entre los datos saqué que tiraban más hacia el rock que hacia el soul punk que hacían “antes” (y era verdad). 
Después, ya por la tarde, Perico, guitarra y vocalista de la cojonuda banda de blues Guadalupe Plata, me comentó que los había visto el año pasado en la sala El Tren y que no les gustó porque fueron en rollo “rock de estadio” (como una de las canciones que Sonido Alfredo nos mandó para adelantarnos su nuevo disco), “muy puño en alto” (creo que dijo literalmente). Disculpad el autobombo.
Dos malas noticias para cogerse el coche, conducir hora y cuarto, no poder beber alcohol… pero aún así fuimos. Y no me arrepiento.

Empezaron fríos, con el bajista intentando que alzáramos las manos y nos entregáramos a la unión mística (me cayó mal desde el primer momento); no creo que hubiera más de doscientas personas en la sala, pero todas muy ansiosas de silbar, gritar y alzar las manos ante la divinidad del pelo cardado (como dice mi santa esposa: los jóvenes me caen mal, y con razón). Afortunadamente el resto del grupo estaba calentándose, salvo el baterista, venía caliente de casa, que engordó sus bíceps y los músculos del cuello agitando al viento su melena rizada y descoletada; merece que recordemos su nombre, Justin Andrews. 
Luego estaba Lisa Kekaula, oh Lisa, que cuando entró en calor se me olvidaron la parejita idiota empeñada en darme empujones porque quieran demostrar con profundo histrionismo que la música los había poseído (cuando realmente estaban poseídos por un profunda gilipollez incurable).

Desde entonces fueron imparables, se dejaron de puñitos en alto y palma-palmita, para encadenar tema tras tema sin descanso; Bob Vennum de vez en cuando nos soltaba algún solito tembloroso pero ameno. Daba igual que fueran temas antiguos como Infection, Revolution get down, Monkey house o temas de su nuevo disco como Sun comes down o Close your eyes.
Enganchaban un tema con otro sin más transición que un acorde distorsionado mantenido en vilo, mientras universitarios (así salen de nuestras manos profesoriles) como adolescentes con su primera menstruación en un concierto de Tokio Hotel berreaban (creo que el berreo y los chiflidos son las formas degradadas de decir: tío, tío, estoy viendo a los Bellrays, estoy cantando contigo, oh, Lisa). 
Los pies se movían, el cuerpo empezaba a contorsionarse como una serpiente, Snake City, Sister disaster o Voodoo train (espectacular, en el buen sentido de la palabra). 
Tuvieron que entregarnos dos bises (vis a vis) que no conseguían saciarnos a cada uno por lo que fuera, oh, Lisa, no me canso de repetir tu nombre. También cuando se bajó del escenario y se paseó entre el educado público que siquiera la devoró como en el famoso relato de Cortázar. 
Y sin embargo, para despedirse tocaron Highway to hell (sí, sí, no te engaño, tocaron para despedirse un tema de AC/DC), sin que todavía hoy yo me explique por qué demonios lo hicieron. Sobre todo, cuando yo había leído que el concierto de Gijón terminó con Have a little faith in me. Quizá no nos tenían fe.
Texto: Jesús Calañés.
Fotografía: Eva Ma.