Aquel que desprecia al compañero que come peladuras que se tiran en la
caja del comedor, lo desprecia porque este compañero “ya no se respeta”. Piensa
que comer peladuras no es digno de un político. Muchos han comido peladuras.
Ciertamente no eran conscientes, la mayoría de la veces, de la grandeza que se
puede encerrar en este acto. Eran sobre todo sensibles a la decadencia que
dicho acto consagraba. Pero nadie podía denigrarse por recoger peladuras, como
tampoco puede denigrarse el proletario, “sórdido materialista”, que se obstina
en reivindicar, que no cesa de luchar, para alcanzar su liberación y la de
todos. Las perspectivas de la liberación de la humanidad en su conjunto pasan
por aquí, por esta “degradación”.
Robert Antelme, La especie humana,
p. 99
Las
crónicas, los textos autobiográficos de los supervivientes a los campos de
concentración nazis, son los textos que más me recuerdan a la descripción de la
vida obrera en el Tomo I de El Capital.
Son textos que se articulan en torno a la miseria, a la lucha agonística por llegar al día siguiente, a la resistencia en condiciones inhumanas otra interminable jornada –es importante
recordarlo hoy que pretenden imponer en Grecia jornadas laborales de once horas
seis días semanales. Son los únicos textos donde la expropiación, el expolio,
la anulación fenomenológica de la especie humana, de la mal llamada naturaleza
humana, se hace tan tangible. Tan tangible como la mierda, las sobras de comida
podrida, los piojos y liendres, la extenuación, la muerte y el desamparo. Esa
negación de la humanidad: la reducción del ser humano a mercancía consumible en
el proceso de trabajo.
Sin
embargo, los separa el abismo que va de la tercera a la primera persona.
La especie humana tiene como
particularidad que no cuenta los suplicios de un judío, sino de un preso
político. Suplicios metódicos, capitalistas en su núcleo Hay diferencias
claras. El tratamiento que se profesaba con fervor homicida a los judíos
europeos que no necesitaba más argumento que la raza, en el caso de los presos
políticos y comunes debía ser justificado, aunque siempre se encontraran
motivos, por ejemplo, para fusilar a quien se retrasara en una marcha.
Se
divide en tres partes. La primera, Gandersheim,
narra los trabajos forzados, el paso del tiempo en el campo desde finales del
44 a abril del 45 cuando la cercanía de las tropas aliadas obliga a un traslado
precipitado hacia Dachau. La segunda, La
carretera, cuenta este traslado a pie hasta la vía del tren. La caminata
era presidida por la convicción de que postergaban para el día siguiente su exterminio, para
borrar las pruebas. La última, El final,
es un brevísimo texto que concluye con el contacto humano de la liberación.
El
texto no oculta nada. Se demora en la narración de diarreas, del estado de los retretes,
de las marcas y picaduras de los piojos, de la crueldad inmotivada (o motivada
en la búsqueda de un premio de los superiores) y ante todo no se detiene ante
el hambre. Cada masticación, cada gramo de pan que se rumia para engañar al
entendimiento, para alargar la posesión mínima de alimento.
O el
intento de expulsar a los presos de la especie humana. Los alemanes del campo
incluso evitaban el contacto con los presos. En todos los campos de
concentración, el trato directo con los presos comunes lo tenían, normalmente,
los capos, otros presos que, por
alguna ración extra de comida o un trabajo más liviano, machacaban con mayor saña
a sus compañeros. Deshumanizados hasta no reconocer su propio rostro o cuerpo.
Brecht
dejó escrito que en la literatura burguesa no se comía (salvo en grandes banquetes
como los de Proust o Lezama Lima) porque los escritores se sentaban a escribir
con la panza llena. Lorca decía que no se le podía pedir a un hambriento que
escribiera poesía, porque estaría pensando en la comida. Sin embargo, La especie humana, como otros textos de
supervivientes, demuestra que puede existir una retórica del hambre (pero no un
hambre existencialista como en la magnífica novela del nazi noruego Knut
Hansun), de la belleza de encontrar un saco de patatas o una hoja de lechuga
tirada en la basura –lo digo aquí y ahora que se ha empezado a cerrar con
candados los contendores de basura de los supermercados para que no sean
asaltados al cierre.
Antelme
(como Levi, Anders, Arendt…) demuestran que hay una prosa del horror, de su
banalidad e inconmensurabilidad. Para eso es necesario abolir toda retórica. No
estoy hablando de un grado cero de escritura. Hay densidad y referencia, profundidad
pero alejada de todo adorno (también Marx, fluido, sarcástico, intertextual
normalmente, cuando describe la no-vida de los barrios obreros de Manchester
despoja su escritura), son referencias a toda la humanidad sin necesidad
siquiera de un verbo en forma personal. Una humanidad que alcanza su plenitud
en el momento exacto en el que la niegan:
En una parada un centinela ha abierto la
puerta del vagón. He bajado a mear en la grava. Irrisión de este sexo. Seguimos
perteneciendo al género masculino. Ya no tengo calzoncillo, y mis pantalones
están rotos: el viento entra en ellos y hace que la piel de los muslos se
erice. El mínimo soplo de aire me hace tiritar. (p. 278)
Irrisión
de este sexo. Una pausa en la narración una descripción sin verbo que
universaliza la miseria que te identifica y te arroja a la, en última
instancia, materialidad de la especie humana. Un estilo y una retórica que
debería abolir todos los tratados (tal como pretendían las vanguardias que la
fusión de vida y literatura acabara con la última). Un estilo primitivo, de un
hombre nuevo de un pasado colectivo y épico:
Los muertos se desprenden y caen, hojas
secas, de este inmenso árbol.