Cuando
salía del concierto, junto a ese monumento al/de cemento y la
insolación que es Madrid Río, oí decir a dos asistentes: Mira, ya
has cumplido, lo has hecho y a otra cosa; es algo que hay que hacer y
ya puedes decir que lo has hecho. Inmediatamente pensé que estas
expresiones valían para casi todo desde “por fin le he chupado la
polla a un dingo” –sólo en el caso de que los dingos tengan
genitales externos- a “por fin he meado en la tapia de una
iglesia”. Esto lo cuento porque parece que existe la obligación de
asistir a cierto tipo de conciertos para cumplir o para subir fotos
al día siguiente o durante el concierto (porque vi a otro que se
pasó todo el concierto mandando mensajes).
Algo
de eso había también en mí –quien siga Mala Música Para Mala
Gente en el programa sabrá mi debilidad por Jack White-, porque, a
decir verdad, Blunderbuss, el primer disco en solitario de
Jack White me parece un mojón pretencioso que se dedica más a
ajustar cuentas con Meg White (es el único motivo para tanta
exuberancia en el baterista de la banda The buzzards) que a sacar
temas redondos. Tanto es así que el disco lo había escuchado tres
o cuatro veces –doy varias oportunidades por si el equivocado soy
yo- antes de comprar las entradas y dos más la tarde antes del
concierto; para poder reconocerlas.
Pero
no se reconocían, no por el sonido, claro aunque dominado por la
ecualización de la batería y la guitarra, ni porque las
reinventaran, sino porque las cargó con la contundencia del directo
y la versatilidad de unos músicos que completaron unos temas que,
repito, en el disco se quedaban a medias.
El
público vibró, yo entre ellos, pero alejado. Reconozco que estoy
desarrollando agorafobia con la edad y que no quiero ya que me pisen
los callos ni me derramen cerveza sobre el cuerpo, tampoco que me
griten al oído –se comprueba por las fotos que no estoy en primera
fila. Primero, porque se dejó de gilipolleces enardecedoras –creo
que ya lo he dicho alguna vez todo músico que se dedica a pedir la
colaboración incesante del público no hace su trabajo o, lo que es
peor, se limita al populismo rancio (aunque pidiera que cantásemos
varias veces, sólo tuvo éxito con el estribillo de The hardest
botton to botton; segundo, porque enganchaba una canción con
otra sin pausa –el concierto fueron dos tomas de 45 minutos, aunque
en alguna crónica he leído que hubo bises-, secuencias de tres y
cuatro canciones enganchadas; tercero, porque el tipo tiene
magnetismo, el minimalismo de sus presentaciones que, al mismo
tiempo, es capaz de dar una impronta –un sello de marca dirían los
mercachifles; cuarto, porque demostró con la potencia con que
atacaba del country al rock y el blues por qué
es considerado uno de los mejores guitarras de este siglo.
Incluso
hubo un momento que yo llamaría orgásmico. Fue cuando enlazó
Hypocritical kiss de su último disco con You’re
pretty good looking y Hello operator del disco De Stijl
de The White Stripes para terminar con Steady as she goes del
primer disco, Broken boy soldiers de The Ranconteurs.
No
fue la única vez que hilvanó canciones de tres de sus cuatro grupos
–no tocó nada, creo, porque hubo una canción que no reconocí que
podría ser de ellos, de The Dead Weather- al final del concierto
también hizo un magistral hilvanaje de country y blues
con armónica y slide que hizo que la sala La Riviera se
cayera a pedazos.
Claro,
la última canción, sobre la que no reflexionaré mucho para
ganarme más enemigos entre los gaznápiros, fue Seven nation
army. Sólo diré que media sala de gafapastas y modelnos, todos
vestidos a la última desde la coronilla hasta la suela del tacón
del zapato, siguió el desarrollo de la canción cantando: na, naná,
na, nanaaana. Como si fuera el himno borbónico.
No
sólo, entre las dos partes del concierto, también lo hicieron.
Hasta tres veces.