Crónica Siniestro


         Era una de esas noches lluviosas en la que excombatientes mutilados de asco y decencia se reúnen en un bar granaíno (que no granadino) a tomarse unas cervezas; cervezas de calentamiento para una escaramuza nostálgica sin más heridos que nuestra memoria. Un comando tripón, que ni las camisetas oscuras disimulaba, del que por haber hubo hasta desertores sevillanos, al asalto del punk, los toreros, las tumbas, la familia, la religión y, sobre todo, del Ayatollah (sólo vine a comprar pan/ y me enseñasteis el Corán).
         Dicho sin tanta literatura: unos puretas tomándose unas cervezas antes de ir al concierto de los Siniestro Total.
         Aunque había pensado en comenzar con algo como: en una aldea gallega resisten a la invasión de lo políticamente correcto unos músicos con morriña que… pero eso está muy visto y, quizá, este arranque indica mejor la edad media y el estado moral de los asistentes al concierto.
         Mejor dicho los conciertos, porque hubo dos conciertos, el mismísimo Julián Hernández nos lo dijo antes de arrancarse. No pidáis Ayatollah porque no lo vamos a cantar; primero os escucháis de pe a pa el nuevo disco y después ya daremos rienda suelta a vuestra nostalgia. Así sea.



         Desgranaron por orden escrupuloso las canciones del último disco, que se podía comprar en vinilo numerado, edición limitada, en una tiendica improvisada al final de la barra. Como supongo que, como mis acompañantes, no lo habéis escuchado, un buen ejercicio de recreación de las músicas de Sur y el          Oeste blanco y con toques blues y slide con las dinamiteras letras habituales de Siniestro. El concierto fue bien llevado por Julián que consiguió incluso que se corearan algunos de los estribillos; por ejemplo, ese que ya conocen los oyentes de AKIESÚ QUÉ ESCÁNDALO que reza: “Un superhéroe sin moral/ que follen a la paz mundial”.
         No podemos olvidar un memorabilísimo, humildemente creo que pasará a la historia del rock junto al concierto en el tejado de The Beatles y las destrucciones de The Who, el solo de triángulo que nos ofrecieron. Emocionó tanto que el intérprete, al igual que un aria de La Bohéme, tuvo que repetir hasta tres veces con idéntico resultado de desmayos, bragas de encaje fucsias lanzadas al escenario, algún calzoncillo con zurraspa y mi cartera (porque no sabía qué lanzar).
         En el descanso visitamos su bar como corresponde a hombres decentes y de familia.
         Si miráis las fotografías que acompañan esta crónica tienen en común una cosa, se hicieron en la primera parte del concierto. Tocaron todas las que se esperaban (el comando tripón después del concierto incluso tuvimos la indecencia de acusarlos de que no tocaron “Assumpta” ni la versión del “Highway to hell”, pero es que a nosotros, por eso de ser maestrillos, no hay verso de Siniestro que nos guste más que “los niños al final con una soga al cuello”, uno incluso echó de menos “Los chochos voladores” y yo que soy un intelectualoide gafapastil y pedantón extrañé “Algo huele mal en Dinamarca” –qué es un concierto de punk sin referencias a Shakespeare); tocaron “Ayatollah”, por fin, “Ay, Dolores”, “Bailaré sobre tu tumba” (repitiendo los coros donde lo hacían en Ante todo mucha calma), “Alégrame el día” “Cuenca minera”.
         Tocaron también “Matar hippies en las Cies”, esa obra maestra del anticomefloretismo interplanetario. Nos abrazamos como hermanos en “Vamos muy bien”; levantamos las manos como descosidos con “Todo por la napia”. Pero a mí las que más me gustaron fueron las versiones de “Yo dije yeah”, muy sureña y emocionante, y “A casa” porque a un antiguo maoísta de corazón nada le da más asco que el concepto de familia (soy un sentimental). Ay, chinita dime que sí.
         Paraban cada tres canciones, no sé muy bien si para descansar ellos o nosotros; no debe ser muy agradable ver bamboleándose tripas como las peras de seudoactrices en ese engendro de Los vigilantes de la playa. Incluso lloramos como si fuésemos de Vigo o Alabama con “Sweet home galega”.
         Un único bis. “¿Quiénes somos?”, y creo saber el por qué: a ciertas edades es normal ponerse filosófico, algo estoicos, resignados y ya no queremos saber dónde vamos cuando se acaba el vino, sino después de la muerte.
         Así, melancólicos y con tristeza post coitum, la canción que más berreamos fue, obviamente, “Cuánta puta y yo qué viejo”, atravesamos de vuelta las vías de El Tren.

Texto: Jesús Calañés || Fotos: Eva Ma