Fieles a su sistema de ejercer la presión por etapas graduales,
promulgaron nuevos decretos represivos en enero y febrero de 1940. En el
primero se proclamaba que los judíos teníamos que trabajar dos años en campos
de concentración, donde recibiríamos “la formación social adecuado” que nos
redimiera de ser “parásitos en el organismo sano de los pueblos arios”. El
Consejo [Consejo Judío, gobierno formado por judíos que administraban el gueto]
decidió actuar de modo que se salvaran la mayoría de intelectuales. Pagando mil
zlotys por cabeza el Consejo enviaba a un miembro de las clases trabajadoras
judías como sustituto de la persona supuestamente registrada. Claro que no todo
el dinero iba a los bolsillos de los pobres sustitutos: los funcionarios del
Consejo tenían que vivir bien, con vodka y alguna que otra exquisitez.
Wladylaw Szpilman, El pianista del
gueto de Varsovia
Hannah Arendt cuenta en Eichmann en Jerusalén que hay dos hechos
realmente vergonzosos en la historia del holocausto nazi. La prácticamente
absoluta falta de rebeliones en los guetos y la colaboración necesaria y
exhaustiva de muchos judíos en el exterminio de su propio pueblo. Arendt
recurre a cierta concepción poco halagüeña de la naturaleza humana, según
parece más propensa a salvar el propio trasero que al sacrificio heroico por su
etnia. Sin embargo, sin mucho ánimo de enmendarle la plana a la amante judía
del ínclito filósofo que celebró la llegada al poder de los nazis como la
salvación de Alemania y la humanidad, quizá se deba a que por encima de las
razas, etnias, clases o pueblos está el beneficio individual, es decir, el
capitalismo. Dicho con Brecht, quizá lo mejor sería construir una sociedad en
la que no fuese necesario el heroísmo, en el que la solidaridad y la
cooperación obtuviesen premio.
El
pianista del gueto de Varsovia es el texto, de los que he alcanzado a leer,
que mejor retrata esa colaboración necesaria con el III Reich de especuladores
(no con la prima de riesgo o el petróleo, sino con la comida y otros elementos
básicos para la vida), judíos enriquecidos o ricos, traficantes de oro y arte,
el gobierno judío (Consejo Judío) y la policía judía que, como los kapos de los campos de concentración,
eran aún más violentos y salvajes que la propia SS. También es el texto en el
que se ve con más claridad la esperanza en una ayuda exterior.
Al mismo tiempo, el texto permite
comprobar que esa explotación que aborrece de toda la música que no sea el tintineo
de las monedas de oro no se basa en cuestiones raciales, sino en cuestiones de
plusvalías y explotación. En el texto se diferencian cuatro tipos de
personajes: los nazis creyentes, brutales y sin más voz que la de sus actos
indiscriminados de violencia; los judíos explotadores; los judíos explotados; y
los arios que se solidarizan con Szpilman, desde un militante socialista, que
morirá fusilado, a un militar nazi que alimenta al protagonista los últimos
días de la guerra para morir en una cárcel soviética. Pero hay dos
motivaciones, salvo la violencia antisemita que queda injustificada
(acertadamente): la solidaridad humana o el beneficio económico. Y ambas
siquiera se excluyen. Por ejemplo, en la resistencia polaca se encuentra
Szalas. Szalas, que esconde a Szpilman, pide dinero en Varsovia en su nombre,
pero lo utiliza para enriquecerse dejando que el protagonista casi muera de
hambre. En cierto momento, después de haberlo dejado abandonado dos semanas
afirma “¿Sigues vivo? Eh”.
Es esta solidaridad la que revierte
el curso de las argumentaciones que he citado al principio de Hannah Arendt;
porque en Varsovia el gueto se levantó en el 43 contra la ocupación y porque la
resistencia “aria” polaca apoyó con armas y hombres este levantamiento judío.
Hechos que Szpilman narra con la misma fría meticulosidad que la atrocidad
nazi.
Szpilman, frente a otros
supervivientes que narran cómo le fueron hurtando la humanidad hasta
convertirlos en bestias (títulos significativos son Si esto es un hombre o La
especie humana), conserva en todo momento su dignidad. Incluso un cariz
heroico que me repele. Heroísmo mucho más patente en la versión cinematográfica
de Polanski, particularmente en que en el texto la familia vive casi
exclusivamente de los ingresos de los hermanos y en la versión de Polanski,
todos viven de él. Szpilman, aún de forma contradictoria –devastadoras son las
escenas, en la película, en las que él camina por la calle tratando de no pisar
cadáveres-, atraviesa el holocausto sin más desdoro que cuando un policía judío
lo extrae del camino al matadero, mientras que toda su familia es enviada a
Treblinka.
Dos documentos lo acompañan pero
para mí tienen poco interés. Los fragmentos del diario del capitán nazi
Hosenfeld (el militar que salvó a Szpilman en los últimos días de la guerra)
donde atisba el inconmensurable crimen del nazismo; y el epílogo de Wolf
Biermann, quien afirma que, por el mero hecho de que los carceleros soviéticos
del capitán alemán no creyeran en la palabra de él, sin ninguna prueba, ya son
peores que los nazis.